Thursday, October 12, 2006

La selva

El barro es rojo y muy resbaladizo, un barro primigenio, la sangre misma de la tierra de la que se nutren las catedrales arbóreas que nos flanqueaban, leñosos muros de clorofila a ambos lados del sendero. El camino para llegar al refugio (mal llamado "carretera") serpentea y trepa a través de las colinas de enmarañada vegetación.
Los numerosos puentes son precarias estructuras de madera podrida cubierta de musgos y plantas. El peor de todos es el del río Macho, pues
la mayoría de sus tablas están rotas o sueltas, y a demás están dispuestas a diferentes alturas.
Algunos coatíes caminaban simpáticamente por el márgen del sendero, con su larga cola levantada y su andar pausado. Parecían apenas inmutarse por los desesperados rugidos del motor del todoterreno, luchando por salir de su lodosa prisión utilizando en vano su tracción a las cuatro ruedas. El coche se atascaba continuamente, hundiéndose sin salvación como Ártax en el Pantano de la Tristeza. Afortunadamente, conseguimos rescatarlo una y otra vez.

Sorprendentemente, llegamos. Y más sorprendentemente aún, el coche y su conductor regresaron al día siguiente, realizando esta misma ruta todos los miércoles.

Y para todos aquellos que alguna vez hemos sido Artax:


-Yo te sostendré, Ártax -le dijo al oído-, no dejaré que te hundas.
El caballito relinchó una vez más suavemente.
-No puedes ayudarme, señor. Estoy acabado. Ninguno de los dos sabíamos lo que nos esperaba. Ahora sabemos por qué el Pantano de la Tristeza se llama así. La tristeza me ha hecho tan pesado que me hundo. No hay escapatoria.
-¡Pero si yo también estoy aquí -dijo Atreyu- y no me pasa nada!
-Llevas el Esplendor, señor -respondió Ártax-, y te protege.
-Entonces te colgaré el Signo -balbuceó Atreyu-. Quizá te proteja también.
Quiso ponerle la cadena alrededor del cuello.
-No -resopló el caballito-, no debes hacerlo, señor. El Pentáculo te lo han dado a ti, y no tienes derecho a dárselo a nadie aunque quieras. Tendrás que seguir buscando sin mí.
Atreyu apretó su cara contra la quijada del caballo.
-Ártax... -susurró estranguladamente-. ¡Mi Ártax!
-¿Quieres hacer algo por mí todavía, señor? -preguntó el animal.
Atreyu asintió en silencio.
-Entonces márchate, por favor. No me gustaría que me vieras cuando llegue el último momento. ¿Me harás ese favor?
Atreyu se puso lentamente en pie. La cabeza de su caballo estaba ahora medio sumergida en el agua negra.
-¡Adiós, Atreyu, mi señor! -dijo Ártax-. ¡...Y gracias!
Atreyu apretó los labios. No podía decir nada. Saludó una vez más a Artax con la cabeza y luego se dio media vuelta y se fue.

-Michael Ende, La Historia Interminable

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