La partida (o la llegada)
Como todo buen viaje, éste también empezó en una estación de autobuses, una oscura y gris estación con olor a gasolina y a humos de escape, con mi madre recordándome que coma y mis amigos despidiándome desde el bordillo. Aunque parezca mentira, me hace mucha ilusión que vengan(is) a depedirme, vuestro recuerdo en el andén, empequeñeciéndose con la distancia (y Rubén persiguiendo el autobús) me acompaña todo el viaje. Gracias.
Tras llegar al aeropuerto y conocer a mi club de fans de Japón, que no dudaron en sacarse fotos con su ídolo (yo), esperar todavía más horas y meterme por fin en al avión fantasma (que no figuraba ni en los monitores ni en información de la terminal ni en ninguna parte), nos tocó esperar otras horas hasta que nos dieran pista. Era más grande de los que suelo tomar de bajo coste, con seis asientos por fila y dos pasillos.
Cuando parecía que nada podía fallar y que despegábamos, nos desviaron a Tenerife por una tormenta tropical en medio del atlántico, y tras esperar de nuevo, partimos. Reconozco que no esperaba volver a ver aquel peñasco volcánico en mucho tiempo, y este encuentro inesperado se me antojaba similar (aunque con evidentes matices) al que debieron sentir los marineros de Shackelton cuando en 1921 regresaron a la Antártida y tuvieron que pasar por Isla Elefante de nuevo, la que veinte años atrás había sido su helada prisión durante un año entero de frío y desesperación. Aquellos marineros habían respondido a un anuncio en un periódico: "Men wanted for hazardous journey. Small wages. Bitter cold. Long months of complete darkness. Constant danger. Safe return doubtful. Honour and recognition in case of success." Eran otros tiempos, supongo.
Tras más horas de espera despegamos de nuevo y durante unas 10 horas sobrevolamos el atlántico entre nubes y un sol radiante, mientras mi mente soñolienta sobrevolaba junglas y montañas. Durante el vuelo, proyectaron tres películas. Ninguna buena. Por suerte, me acompañaba el genial (aunque complicado) Cortázar.
La primera parada fue Costa Rica, este avión cada vez se me antojaba cada vez más un gigantesco autobús urbano. Allí nos tuvimos que bajar para que limpiaran el avión (y quitaran los incontables pelos que se habían enganchado en mi asiento a base de dar vueltas interminables en busca de la posición adecuada). Allí aproveché para llamar a la persona que me estaba esperando, y consultarle algunos puntos de un formulario que debía rellenar para la aduana. Al parecer sí que había una persona física tras los muchos correos electrónicos.
Nuevo despegue, nuevo aterrizaje, esta vez sí en Panamá (por fin). Resultó que el chico que se sentaba delante de mí también era de Ponferrada, y de hecho habíamos cogido el autobús a la misma hora. Casualidades de la vida.
Papeleos en la aduana, enseñar el pasaporte, el equipaje por rayos-X de nuevo. A pesar de llevar un cuchillo enorme, no pusieron ningún problema y finalmente salí del aeropuerto. Noche cerrada, calor húmedo. Hora local, las 12 de la noche. Hora española, las 7. Casi 48 horas sin dormir, con escasa comida y una media sensación de mareo por el avión sin aire acondicionado decente. Un lugar oscuro y desconocido, aparentementeo hostil y despiadado, lo extraño, la nada.
Mi contacto era un chico agradable de Madrid, que vino a recogerme en un todo terreno blanco y contestó con paciencia infinita mis constantes preguntas. Pasamos por largas avenidas franqueadas por palmeras, vimos de lejos el canal con su embotellamiento habitual de barcos en la distancia, y de lejos, la zona vieja de la ciudad. Me dejó en la casa de los voluntarios, toda para mí por esta noche, donde conseguí conciliar el sueño a pesar del calor y los sonidos de los isectos. A las 5 de la mañana me despertó un pájaro que soñaba como una alarma de coche (o tal vez al revés), ya salía el sol (¿es qeu aquí no tienen horarios normales ni para el amanecer?) y conseguí dormirme de nuevo hasta las 9.
Mañana vamos ya a la selva, así que estaré incomunicado hasta dentro de unas dos semanas o así. Ya os contaré.
Como todo buen viaje, éste también empezó en una estación de autobuses, una oscura y gris estación con olor a gasolina y a humos de escape, con mi madre recordándome que coma y mis amigos despidiándome desde el bordillo. Aunque parezca mentira, me hace mucha ilusión que vengan(is) a depedirme, vuestro recuerdo en el andén, empequeñeciéndose con la distancia (y Rubén persiguiendo el autobús) me acompaña todo el viaje. Gracias.
Tras llegar al aeropuerto y conocer a mi club de fans de Japón, que no dudaron en sacarse fotos con su ídolo (yo), esperar todavía más horas y meterme por fin en al avión fantasma (que no figuraba ni en los monitores ni en información de la terminal ni en ninguna parte), nos tocó esperar otras horas hasta que nos dieran pista. Era más grande de los que suelo tomar de bajo coste, con seis asientos por fila y dos pasillos.
Cuando parecía que nada podía fallar y que despegábamos, nos desviaron a Tenerife por una tormenta tropical en medio del atlántico, y tras esperar de nuevo, partimos. Reconozco que no esperaba volver a ver aquel peñasco volcánico en mucho tiempo, y este encuentro inesperado se me antojaba similar (aunque con evidentes matices) al que debieron sentir los marineros de Shackelton cuando en 1921 regresaron a la Antártida y tuvieron que pasar por Isla Elefante de nuevo, la que veinte años atrás había sido su helada prisión durante un año entero de frío y desesperación. Aquellos marineros habían respondido a un anuncio en un periódico: "Men wanted for hazardous journey. Small wages. Bitter cold. Long months of complete darkness. Constant danger. Safe return doubtful. Honour and recognition in case of success." Eran otros tiempos, supongo.
Tras más horas de espera despegamos de nuevo y durante unas 10 horas sobrevolamos el atlántico entre nubes y un sol radiante, mientras mi mente soñolienta sobrevolaba junglas y montañas. Durante el vuelo, proyectaron tres películas. Ninguna buena. Por suerte, me acompañaba el genial (aunque complicado) Cortázar.
La primera parada fue Costa Rica, este avión cada vez se me antojaba cada vez más un gigantesco autobús urbano. Allí nos tuvimos que bajar para que limpiaran el avión (y quitaran los incontables pelos que se habían enganchado en mi asiento a base de dar vueltas interminables en busca de la posición adecuada). Allí aproveché para llamar a la persona que me estaba esperando, y consultarle algunos puntos de un formulario que debía rellenar para la aduana. Al parecer sí que había una persona física tras los muchos correos electrónicos.
Nuevo despegue, nuevo aterrizaje, esta vez sí en Panamá (por fin). Resultó que el chico que se sentaba delante de mí también era de Ponferrada, y de hecho habíamos cogido el autobús a la misma hora. Casualidades de la vida.
Papeleos en la aduana, enseñar el pasaporte, el equipaje por rayos-X de nuevo. A pesar de llevar un cuchillo enorme, no pusieron ningún problema y finalmente salí del aeropuerto. Noche cerrada, calor húmedo. Hora local, las 12 de la noche. Hora española, las 7. Casi 48 horas sin dormir, con escasa comida y una media sensación de mareo por el avión sin aire acondicionado decente. Un lugar oscuro y desconocido, aparentementeo hostil y despiadado, lo extraño, la nada.
Mi contacto era un chico agradable de Madrid, que vino a recogerme en un todo terreno blanco y contestó con paciencia infinita mis constantes preguntas. Pasamos por largas avenidas franqueadas por palmeras, vimos de lejos el canal con su embotellamiento habitual de barcos en la distancia, y de lejos, la zona vieja de la ciudad. Me dejó en la casa de los voluntarios, toda para mí por esta noche, donde conseguí conciliar el sueño a pesar del calor y los sonidos de los isectos. A las 5 de la mañana me despertó un pájaro que soñaba como una alarma de coche (o tal vez al revés), ya salía el sol (¿es qeu aquí no tienen horarios normales ni para el amanecer?) y conseguí dormirme de nuevo hasta las 9.
Mañana vamos ya a la selva, así que estaré incomunicado hasta dentro de unas dos semanas o así. Ya os contaré.
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